El término democracia fue utilizado por primera vez en Atenas, en el siglo V a.C., para dar nombre al gobierno directo de los ciudadanos que, reunidos en asambleas, tomaban las decisiones sobre los asuntos públicos.
El sistema griego no era inclusivo como lo es hoy en el siglo XXI ya que, por ejemplo, dejaba fuera de la discusión a mujeres, esclavos y extranjeros; pero con el correr de los años el concepto de democracia evolucionó hasta alcanzar al conjunto de la sociedad y el poder pasó a ejercerse, ya no en forma directa, sino a través de representantes.
Pero… “¿cómo elegirlos sin riesgo de engañarse? ¿Cómo asegurarse que este poder mismo no se corromperá?” Quien se preguntaba esto en el siglo XVI no era otro que el propio Nicolás Maquiavelo, cuando reflexionaba en tiempos de tiranías acerca de la posibilidad de que un poder ejecutivo de un gobierno republicano dispusiera de todas las fuerzas de la nación.
Los individuos que son elegidos para ejercer funciones en representación del pueblo son llamados “mandatarios”. En el sistema democrático, su rol está marcado por la Constitución y tanto su poder como su durabilidad en el cargo se encuentran determinados por la ley.
Sin embargo, lamentablemente, algunas personas a las que se les confiere el mandato, luego de ejercer la función pública en forma continuada, no sienten que son “mandatarios” de los cargos sino “propietarios”. Se creen dueños indispensables del destino del país y esto los lleva a desarrollar un amplio sentido de impunidad.
Guillermo O’Donnell describió, a mediados de la década del noventa, el surgimiento de un nuevo tipo de democracia que se desprende de la que conocemos como representativa y lleva el nombre de “delegativa”. Según el fallecido politólogo argentino, esta democracia delegativa se basa en la premisa de que aquel que gana una elección presidencial se arroga “el derecho a gobernar como él considere apropiado”, y se encuentra limitado únicamente por dos cosas: la dura realidad de las relaciones de poder existentes y el carácter temporal que le marca la propia Constitución.
O’Donnell describió que en este tipo de democracias los presidentes se sitúan a sí mismos “tanto sobre los partidos políticos como sobre los intereses organizados”, y agregó también que para aquellos que suscriben a esta concepción delegativa del poder “otras instituciones como los tribunales de justicia y el poder legislativo constituyen estorbos”.
Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia. El Poder Ejecutivo suprimió hace tiempo el debate parlamentario y se adueñó del Poder Legislativo. Con la reciente reforma busca dominar por completo un Poder Judicial al cual ya le designó el 54% de los jueces nacionales y, paralelamente, no permite funcionar a los organismos de auditoría y control, creados por la Constitución para tales fines. ¿De qué manera? Recortando sus presupuestos y poniendo cuadros políticos propios en puestos clave, convirtiendo así a quien debería ser “controlado” ni más ni menos que en “controlador”.
El mandatario es un representante que desempeña su función como una misión y sabe que debe responder al pueblo que lo eligió. El propietario, en cambio, sólo se debe a sí mismo. Es dueño absoluto de sus actos y ejerce un poder que le es propio.
El gobierno nacional se considera hoy por encima de su rol y se siente “muy dueño” de hacer con el mandato lo que quiera. Sus funcionarios no están dispuestos a rendir las cuentas que sí exigen al Poder Judicial; se manejan con total impunidad.
En un sistema democrático los presidentes no deben gobernar sin ningún tipo de restricción ni control, y los votantes no deben convertirse en una audiencia pasiva de un gobierno de “salvadores de la patria”. El representante está obligado a actuar en interés de los representados que le otorgaron para ello una autorización temporal, y debe respetar y escuchar el pensamiento de sus pares en quienes está representada también gran parte de la sociedad. El único dueño del poder es el pueblo.
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