El padecimiento de los venezolanos nos duele a todos. La violencia, cruel. Tanto como los linchamientos y los actos de inseguridad en nuestro país.
Las grandes tareas de hoy no se solucionan en soledad, se debe buscar la cooperación y no la confrontación. No podemos mirar para otro lado. El movimiento que ha surgido en defensa de los DD.HH. del pueblo venezolano nos convoca a rescatar el valor y la dignidad del individuo frente al nefasto concepto “No sos nada, el pueblo es todo” con el que sistemas totalitarios lo desconocen y buscan fagocitarlo. Debemos proteger al ser humano de estigmatizaciones y persecuciones.
Mi padre me contó, quizás a título de lección, cómo su abuelo, el profesor Otto Liermann, presagió la locura y la barbarie de los nazis. Se estremeció al saber de la quema de libros y la persecución a escritores judíos y la proliferación de milicias armadas. No había oportunidad en la que el anciano no intentara alertar a familiares y extraños: “Nos quieren destruir nuestro espíritu y conciencia. Es gente oscura. No nos reconozco, estamos capitulando por indiferencia, debilidad, desidia o pereza. Esto nos costará muchísimo y me duele”. En un acto que entendió de supervivencia, su hija lo destinó al altillo, desde donde se fue apagando en su mecedora sin terminar de comprender tanta atrocidad.
Estas y otras anécdotas han moldeado mi alma. Hoy estamos llamados a afianzar una tradición humanitaria y solidaria que nuestra región ha empezado a construir no hace tanto. El respeto integral de los DD.HH. se ha convertido en un desafió cultural para toda nuestra región. No quiero ser cómplice, quiero mantener ardiente la antorcha de la esperanza y la libertad en nuestra región. Por eso acudí a La Haya, para presentar con otros parlamentarios latinoamericanos una denuncia ante la Corte Penal Internacional, para que se investigue si se cometieron delitos de lesa humanidad en Venezuela.

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