Por razones de familia estuve el martes pasado en La Plata, la ciudad donde nací, en ocasión de la peor inundación o, mejor dicho, del peor desastre que la capital bonaerense haya sufrido en toda su historia. La situación era gravísima, y el panorama de la ciudad, espantoso, tal como ha sido reiteradamente descripto. Pero no fue eso lo que más me impresionó: lo que verdaderamente me dejó la impresión más fuerte en el alma y en el espíritu fue la eficacia de la solidaridad popular.

Las circunstancias me permitieron comprobar, como creo no haberlo hecho antes, que la ayuda que más rápido llega, la que aparece de inmediato, la que salva vidas y bienes, es la solidaridad de la gente común, del vecino. Y si uno se detiene a pensarlo, es natural y lógico que así sea, porque nadie está más cerca de quien tiene un problema que su vecino. Nadie puede llegar más rápido en auxilio de quien afronta una situación extrema que su vecino. Nadie sabe mejor cuáles son los riesgos o los aprecia con mayor exactitud que quien también los padece.

El vecino de la casa de al lado, el de la vereda de enfrente o el de la otra cuadra no necesita que le suene la radio o el teléfono para avisarle que alguien está en problemas, no necesita que le expliquen lo que está pasando, mucho menos precisa que le aclaren qué hace falta. Porque él está allí y no tiene que esperar órdenes o autorización de nadie; simplemente (y grandiosamente) hace lo que su corazón le ordena.

Si no hubiera sido por la fenomenal acción solidaria de los vecinos, la tragedia se hubiera cobrado muchísimas más víctimas de las que nos arrebató. Los muertos se hubieran multiplicado hasta quién sabe cuántos. Por suerte, allí estaban los vecinos para pelear cara a cara con la desgracia hasta hacerla retroceder y, al final, derrotarla.

Vecinos que pelearon sin medios, sin armas, sin otro empuje que el de sus corazones. Vecinos platenses en este caso, pero también porteños, matanceros y de cualquier barrio o localidad donde la lluvia hizo estragos. Como ese matrimonio anónimo de 58 y 21, que, a pesar de tener más de medio metro de agua dentro de su casa y estar sin luz, acogió a una de mis hijas, su marido y su pequeña beba, y los salvó de quedar atrapados dentro de su automóvil completamente inundado.

Después, detrás de los vecinos, llega el Estado, cuya acción no es solidaria sino obligatoria, y despliega todos sus medios materiales -que no siempre son suficientes o adecuados para organizar la ayuda, hacerla perdurable y arreglar lo que haya que arreglar.

Pero, por suerte para todos aquellos que padecen calamidades, en la primera línea de la ayuda, en el primer momento, en el instante más crítico, y al menos en nuestra querida Argentina, siempre están y estarán los vecinos, la solidaridad popular dirá presente y una mano cercana y posiblemente conocida, se tenderá mucho antes que cualquier artefacto o dispositivo.

Seguramente es mucho lo que hay que mejorar en materia de asistencia estatal, pero, en materia de solidaridad popular, nadie podrá discutirnos a los argentinos a quienes tanto nos gustan los títulos que somos verdaderos campeones mundiales. Ojalá nunca perdamos ese galardón, tan merecidamente ganado gracias a los miles de vecinos que el martes pasado no dudaron ni un instante en auxiliar a quienes lo necesitaban, aun a riesgo de su propia integridad y sin medir las consecuencias.

 

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