Por Gustavo Veiga

Ni un tweet de repudio, mucho menos un comunicado, ni siquiera una expresión verbal de rechazo (perdón, apenas un texto del Foro Social del Deporte, integrado por ex dirigentes que ya no gobiernan sus clubes). El fútbol y sus máximas autoridades no reaccionan contra la violencia porque la toleran mansitos, son cómplices. Desde Julio Grondona al último presidente, no dijeron ni mu contra el ataque premeditado que intentó derrocar a Javier Cantero en Independiente. Una patota ingresó al gimnasio donde se hacia la asamblea de representantes, azuzada -según quién lo cuente- por el camionero Hugo Moyano o el dirigente opositor Noray Nakis. Todo tan violento como impresentable.

La lógica que domina en nuestras canchas o su periferia (como la de básquetbol de la sede social en Avellaneda) es la lógica de la agresión sin importar las consecuencias. El fútbol argentino hace tiempo que se gobierna con su propia praxis axiológica. Sus valores son los que se ven a menudo: la fuerza bruta, la intolerancia, las prebendas de una minoría y una mayoría veleta, que no se compromete.

En este Independiente caído en desgracia, la mayoría no se había mostrado prescindente. Miles de hinchas o socios lloraron, asimilaron en silencio o cantaron su sentimiento de fe apenas terminó el partido que marcó el final contra San Lorenzo. Antes, habían votado o respaldado mayoritariamente a Cantero hace un año y medio.

Tampoco es el caso de los cientos de foristas virtuales de Boca, River u otros equipos que repudiaron lo que vieron en el video del ataque y pese a que la barra brava cortó los cables de la televisión en el momento que rompía la asamblea a los gritos y arrojándole un par de zapatillas al presidente.

Servidores de su propio bolsillo, que se hacen los guapos en masa y tiraron sillas contra mujeres, discapacitados y personas mayores, no tuvieron agallas cuando Cantero se les paró frente a frente en junio de 2012. Su líder se escondió detrás de una careta, a las puertas de la misma sede social.

Anestesiados están los funcionarios del Estado nacional y todas las provincias que no comprenden que el fútbol así no puede seguir. Pasó de largo el crimen del hincha de Lanús Daniel Santiago Jerez a manos de la policía bonaerense, como pasaron tantos otros. El de Matías Cuesta, por ejemplo, otro hincha, pero de Atlanta, muerto a piedrazos por la barra de Talleres de Córdoba en 2006. La misma barra (o sus continuadores) que el martes último participó en una jornada contra la violencia en el fútbol en el Congreso de la Nación organizada por la diputada del PRO Cornelia Schmidt-Liermann.

Los que deben actuar ante el problema miran para otro lado o no entienden nada. Son los mismos de siempre. Desde una banca, un gremio o un departamento de socios que entrega carnets truchos, avivan el fuego de esta hoguera donde se está dejando quemar a los “herejes” antiviolencia, aun con sus contradicciones. Da vergüenza ajena.